El Apocalipsis (c. 20) anuncia que Satán estará encadenado mil años,
tiempo en que los mártires vivirán y reinarán con Cristo.
Aunque desde los primeros siglos del cristianismo estuvo muy presente
en la mentalidad de los primeros creyentes la idea del retorno o vuelta del
Señor, que muchos llegaron a creer ser inminente, como puede constatarse en las
frecuentes referencias de las cartas de San Pedro, San Pablo, Santiago y
manifestaciones de los Evangelistas, este dogma de fe quedó muy oscurecido y
difuminado durante muchos siglos hasta nuestros días, en que, al golpe de los
acontecimientos y calamidades que azotan a la Humanidad, ha vuelto a
revalorizarse y animarse, quizá debido a la inminencia de su establecimiento,
como lo entendió la primera generación de los tiempos apostólicos.
Porque hasta el siglo IV, tiempos de San Jerónimo y San Agustín, eran
muchos los escritores y mártires que presentían un reinado de Nuestro Señor en
la tierra, durante un tiempo; de tal manera que San Jerónimo, el primer
develador de estas ideas del Milenario nunca se atrevió a condenarlo, porque
muchos escritores y santos de los primeros tiempos del cristianismo lo habían
defendido y propagado. Así se deduce de la Didaké, la epístola del pseudo
Bernabé, San Justino, Tertuliano, San Ireneo, etc.[1]
Son muchos los autores y Santos Padres de los primeros siglos
favorables a admitir un reinado del Señor sobre la tierra, aunque algunos no
comprendan el modo o manera de realizarse, y así pudieron dar lugar a algunas
teorías reprobables.
He aquí algunos testimonios favorables a un reinado social o espiritual
del Señor sobre la tierra:
-
La
epístola del seudo-Bernabé (Cap. XV, 4-9).
-
La
Didakhé (Cap. XVI).
-
Papías,
citado por Eusebio (Ecl. III, 39).
-
San
Justino (Diálogo con Trifón, Cap. LXXX).
-
San
Ireneo (Contra las Herejías, 32-35).
-
Tertuliano
(que dice que cree en el Reino, después de la vuelta de Jesús y que ha tratado
sobre ello en su libro “De spe fidelium”, hoy perdido.
-
Lactancio
(Div. Institut., VII,21)
-
San
Ambrosio (“De bono mortis”, 45-47):
-
Sulpicio
Severo (Diall, Gallis, 11, 14).
-
San
Agustín (Sermón, 259, 2).
Además de los relacionados, podemos añadir otros muchos, entre ellos a
San Teófilo, obispo de Antioquia, a San Melitón de Sardes, Policrates obispo de
Efeso, al mártir san Victorino, a San Metodio obispo de Olimpia, a San
Epifanio, a San Cirilo de Alejandría, y
a otros varios, de tal forma que puede sostenerse que era doctrina común y muy
extendida en las comunidades de Oriente, de África y de las Galias en los
cuatro primeros siglos del cristianismo hasta la refutación violenta de San
Jerónimo, que sin embargo de rebatirla, confiesa que no se atreve a condenarla
por reverencia a tantos santos y mártires que la defendieron.
A principios del siglo V decía San Jerónimo “que una gran multitud de
doctores católicos seguía el partido de
los Milenarios y que muchos varones eclesiásticos y mártires también lo defendieron.
San Papías atribuye estas sentencias a la “Tradición Apostólica”. Por otra parte después de San Jerónimo y de
San Agustín, que al principio fue milenarista, ha habido exegetas que se han
inclinado por un Milenarismo más o menos espiritual como San Beda el Venerable,
San Beato de Liébana, San Alberto Magno, Alcuino, Berengario, Nicolás de Lira,
Joaquín de Fiore, EL Venerable Holzhauser, el jesuita P. Lacunza con casi todos
los exegetas protestantes hasta nuestros días, a los que se pueden añadir
multitud de libros, autores y personas que entienden los textos sagrados en
sentido propio y literal sin acudir a alegorías, que desvirtúan el sentido
obvio, fuera de algún pasaje de excepción.
Conviene sin embargo aclarar el
estado de la cuestión en la actualidad, distinguiendo en primer lugar entre
Milenarismo craso que algunos denominan Kiliasmo y el espiritual o Reino de
Dios en la tierra por los Sagrados Corazones de Jesús y María, que es el que
seguimos en esta líneas.
No existe ningún decreto disciplinar o pontificio que condene éste
último. Solamente en 1940 y 1944 la Sagrada Congregación
de FIDE en un decreto disciplinar para la América del Sur, dictamina que “no puede
enseñarse con seguridad” que Jesucristo reinará corporal o visiblemente en la
tierra. Es lógico que un reinado grosero o meramente materialista hoy día no lo
admite nadie.
Pero este dogma de fe de la vuelta de Nuestro Señor y su Reino, quedó
muy oscurecido y soterrado durante muchos siglos, a partir del IV; ¿por qué
razones o motivos? Es muy complejo comprenderlo y explicarlo. En primer lugar
porque pasaron los años de la primera centuria, murieron los apóstoles y sus
inmediatos sucesores y la llegada del Señor no se verificaba... y sobrevinieron
las dudas, las vacilaciones, los razonamientos explicativos. Y a medida que la
fe se desvanecía y se disipaba por el choque de las herejías y el empuje de las
hordas bárbaras que irrumpían por las fronteras del Imperio romano, la idea de
una próxima vuelta del Señor de esfumó, y quedó bloqueada ante la perspectiva
de la conversión de los pueblos paganos y la cristianización de las hordas
invasoras de los bárbaros.
Solamente ante la llegada del
año mil y los vaticinios de los copistas del Apocalipsis, anunciando
calamidades y trastornos en los pueblos, con la invasión de los mahometanos,
volvieron a recordar a los pueblos que las calamidades, terremotos, pestes y
demás flagelos que azotaron a la humanidad alrededor del primer milenio, podían
hacer retoñar la idea del juicio y del fin de los tiempos, según las
descripciones presentadas por exegetas deficientemente preparados y una
humanidad sumida en la ignorancia.
Pasaron los terrores del año
mil, y la llegada de una nueva civilización neopaganizante con el
Renacimiento y los trastornos de la
Revolución francesa, ahogaron de nuevo en las neblinas de la inconsciencia y el
pragmatismo racionalista, la expectación del retorno de Nuestro Señor a este
mundo, y las verdades transcendentes quedaron ofuscadas y casi desterradas de
los pensamientos y comportamiento de muchos que se llamaban cristianos y eran,
en realidad, agnósticos en religión y liberales en su comportamiento.
La cuestión de la Parusia sigue siendo la gran cuestión del
cristianismo y, por consiguiente, que en sí misma no es cuestión en absoluto:
Es un artículo de FE, pero ¿cuántos cristianos lo viven o influye en el
comportamiento de su vida?.
Para comprender mejor esta cuestión no debemos olvidar nunca estas
palabras del profeta Amos (III, 7) “El Señor Yahvé no hace nada sin revelar sus
secretos a sus servidores los profetas”, y en el Cap. IX, 1-7: “El anuncio
público de la Justicia de Dios no es ciertamente más que una manifestación de
su Amor. La amenaza de castigos divinos es siempre una señal de su
Misericordia”
Podemos añadir para comprender los sucesos actuales y la prodigalidad
de las manifestaciones del Señor, las palabras verdaderamente resolutivas del
Profeta Joel (III, 1-5): “En los últimos tiempos, dice el Señor, sucederá que Yo derramaré mi Espíritu sobre todo ser
viviente: Vuestros hijos y vuestras hijas hablarán discursos inspirados, los
jóvenes tendrán revelaciones y los ancianos sueños proféticos. En ese día Yo
derramaré mi Espíritu también sobre los esclavos y los sirvientes”.
Por esa razón, en estos últimos tiempos, abundan, como nunca, los
hechos extraordinarios, sin explicación plausible de la razón, y las múltiples
manifestaciones de anuncios de castigos y de la Justicia del Señor en su
triunfo final.
Las apariciones de la Milagrosa, en París, Nuestra Señora de la
Salette, Lourdes, Fátima, Garabandal etc., son acontecimientos actuales de
resonancia universal. Su ignorancia y desestima nos hacen reos de imprudencia y
jactancia irracional o petulancia despectiva.
La incredulidad sistemática a toda intervención divina “a priori”, en
la historia humana, puede constituir un gran peligro para las almas, sobre todo
cuando este comportamiento, irracional para un creyente, proviene de los
pastores de ellos. Este es el gran drama de los tiempos actuales. Ante los
problemas de la existencia de Dios y de las verdades religiosas, un hombre
sabio, si lo es de verdad, lo menos que puede hacer es callarse y reconocer su
ignorancia, dice el hombre de ciencia, D. Santiago Grisolía.
Satanás, juega su trama como un gran artista con las apariencias de
integrismo y defensa de la
Religión , y los excesos de los demasiado crédulos nos avisan
del peligro del iluminismo, y nos recuerdan que los Apóstoles y primeros
discípulos, llamaron, también, visionarias a las santas mujeres a su vuelta del
sepulcro, sin embargo, la prudencia de Pedro y Juan les hizo ir al sepulcro
para comprobarlo y cerciorarse de la verdad, con sus propios ojos. Sólo Santo
Tomás se mostró recalcitrante. Pero ya sabemos las palabras con que le
reconvino el Señor: “Tomás, porque has visto has creído: bienaventurados los
que creyeren sin ver”. Y entre esos bienaventurados ojalá nos encontremos tú y
yo, para gloria del Señor, santificación de nuestras almas y estímulo de
nuestros hermanos.[2]
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